Relatos desde las Sombras : Ecos de la desilusión
Con motivo del sexto aniversario de FINAL FANTASY XIV, presentamos una nueva colección de historias secundarias con Relatos desde las Sombras. Echa un vistazo a los momentos cruciales de las vidas de los personajes centrales de la trama de Shadowbringers.
Traducción del relato original publicado en la lodestone.
Ecos de la desilusión
La noche los encontró en su mesa habitual en el Hostal Shiokaze. Aunque él y su compañera de viaje se habían convertido en una imagen familiar en Kugane, pocos se imaginaban la extraña pareja que formaban: un matadragones, aunque retirado, y un pequeño dragón.
“Vamos, acéptalo de una vez, ¡traerme contigo fue la decisión correcta!”
No era la primera vez que Orn Khai hablaba con este tono de superioridad, y seguramente no sería la última pensó Estinien. Con el rostro ensombrecido, cogió un trozo de calamar secado al sol del plato que había entre ellos, conocido por los lugareños como surume, haciendo parpadear al diminuto dragón.
“Cierra el pico enana. Para empezar si la información que me diste no hubiera sido errónea, no lo habríamos pasado tan mal.” Estinien arrancó un poco de calamar con los dientes y dejó escapar un suspiro irritado. Dioses, ¿cómo había llegado a esto? Pero la respuesta la conocía demasiado bien.
Había comenzado entre el humo y las cenizas en la oscuridad de Ghimlyt, cuando había sacado al Guerrero de la Luz de las fauces de la muerte. Tras llevar a su camarada herido al campamento ishgardiano, se había despedido rápidamente, pensando que su habilidad con la lanza sería más útil en el campo de batalla que en la enfermería. Y así había vuelto a la lucha, dispuesto a prestar su fuerza a la Alianza… sólo para saber que ya no era necesaria. Porque Zenos se había retirado del frente, dejando a las fuerzas imperiales desarticuladas y en desorden.
Así, Estinien se encontró vagando sin rumbo por los campos nevados de Coerthas, donde había oído una voz dracónica familiar que le llamaba, Orn Khai. En el pasado, había ayudado al dragoncito en su búsqueda de la consorte perdida de su sire; un viaje al Lejano Oriente que, al parecer, le había dado a la criatura el gusto por la aventura. Y ahora quería que Estinien le acompañara en otra.
“No tengo ningún interés en hacer de niñera”, había respondido Estinien en un tono que no admitía discusión.
Pero Orn Khai no se desanimó. Tras preguntar por la edad del Elezen, replicó con una sonrisa de satisfacción: “He vivido diez veces más que tú. Parece que soy yo quien debe hacer de niñera”.
Así se desarrolló su conversación, y un dolor comenzó a manifestarse en las sienes de Estinien, primero con molestias y luego con furia, hasta que, llevado al límite de su paciencia, declaró con un gruñido: “¡He renunciado a matar dragones, pero por ti tal vez haga una excepción!”
Dicho esto, desenfundó su lanza e hizo ademán de clavársela al pequeño dragón, que se alegró.
“¡Ese es el espíritu!” exclamó alegremente Orn Khai antes de proceder a informar a Estinien de sus planes.
Había oído hablar de una intrigante leyenda, la de Seiryu, un dragón adorado en el Lejano Oriente como un guardián benévolo, pero temido en ciertos rincones como un demonio devorador de hombres.
“Deseo averiguar la verdad en estas historias. Si este dragón devora a los hombres como algunos creen, ¡nos corresponde a nosotros acabar con su reinado de terror!”
Así fue como el Dragón Azul partió una vez más hacia el Lejano Oriente, un compañero de viaje no demasiado dispuesto a un dragoncito demasiado voluntarioso. Y a través de un esfuerzo minucioso, caminando de un lado a otro para reunir información, habían aprendido la verdad de la leyenda… para su mutua decepción. Porque el dragón conocido como Seiryu no era un dragón en absoluto, al menos, no del tipo que ellos conocían, sino algo más parecido a una serpiente. Y para colmo de males, su búsqueda se había prolongado mucho más de lo previsto y se habían encontrado al límite de sus posibilidades. Durante algunos días se vieron obligados a soportar estómagos vacíos, pero su suerte cambió cuando Orn Khai llamó la atención de la propietaria del hostal más famoso de Kugane. Como muchos hingan, la mujer creía que los dragones eran portadores de buena fortuna, y les había ofrecido alojamiento y comida a cambio de atraer clientes.
“Y aquí estamos. Un espectáculo para borrachos…”
“¡Qué ingrato!” dijo Orn Khai con fingida indignación. “¡Si no aceptas que te alegras de tenerme aquí no pienso seguir chamuscando tu calamar!”
Por poco que le importara a Estinien la terquedad del dragón, en ese momento le importaba más el vino de arroz seco sin un acompañamiento sabroso. “Sí sí, muy bien”, dijo resignado, resistiendo el impulso de poner los ojos en blanco. “Ahora, sopla un poco de fuego aquí, ¿quieres?”
Aparentemente aplacado, Orn Khai utilizó su aliento en llamas sobre el surume, que desprendió un delicioso aroma mientras crujía y se carbonizaba. Estinien dejó que se enfriara un momento antes de servirse otro bocado de este aperitivo extrañamente adictivo, pero mientras saboreaba el sabor y la textura, sonaron pasos en dirección a la entrada de la taberna.
“¡Bienvenidos al Hostal Shiokaze!” gritó alegremente Orn Khai a los clientes recién llegados.
“Bienve…”
Con un breve movimiento de la cabeza, Estinien tomó aliento para ofrecer su propio saludo a medias, sólo para que las palabras murieran en sus labios cuando se volvió y vio a las dos doncellas Lalafell de pie en el umbral.
“¡Ahí estás!”, gritó la del kimono rosa. Aunque había adoptado el atuendo local, era imposible confundir a Tataru Taru, la indomable recepcionista de los Vástagos. Y a su lado, aún más inconfundible con su distintiva túnica, estaba Krile Baldesion, que lo miraba con los ojos muy abiertos. Fuera lo que fuera lo que veía la Arconte, estaba claro que le divertía, pues de repente le asaltó un arrebato de risa mal reprimida.
“Perdóname”, dijo entre lágrimas, luchando por respirar. “Había oído que el Dragón Azul había colgado su lanza. Pero no esperaba que tomara la bandeja de servir en su lugar”.
A esa apreciación, Estinien no pudo ofrecer ninguna réplica. Y por mucho que su diversión le irritara, sobre todo le preocupaba la sensación de que estaba a punto de verse envuelto en otro asunto molesto.
Se volvió hacia Orn Khai. “Es hora de que nos separemos, pequeña. Pero mientras permanezcas aquí, no te faltará comida. Que te vaya bien”.
Sin mirar a los visitantes, Estinien recogió su saco de viaje con la punta de su lanza, lo colgó del hombro… y saltó. Salió disparado hacia el piso superior del hostal, aterrizando con gracia entre los sorprendidos juerguistas, que rompieron en un aplauso entusiasta ante lo que suponían debía ser una actuación. Haciendo caso omiso de la ovación, se lanzó por la puerta y salió a la noche.
Supo de inmediato hacia dónde dirigir sus pasos, Kugane Ohashi. Porque al otro lado de este puente se encontraba el resto de Shishu, cuya entrada estaba prohibida a todos los ijin salvo a unos pocos privilegiados. Seguramente, sería el último lugar donde se les ocurriría buscarlo. Pero apenas se había acomodado en su lugar contra la balaustrada del puente para dejar que la niebla del vino se despejara de su cabeza cuando, de entre el tráfico que pasaba, aparecieron de nuevo las dos Lalafell.
“¿Sabes que no te dejarán pasar sin uno de estos?” Tataru agitó un pergamino frente a él, con escritura del Lejano Oriente y un sello carmesí. “Un permiso de entrada… ¿Por qué no me sorprende?” Pero lo sorprendente era la rapidez con la que habían conseguido localizarlo. En ese momento, un barco que navegaba por el canal se acercó por casualidad. No se paró a pensar y se lanzó a su mástil.
Unos instantes y varios saltos después, Estinien contemplaba la ciudad desde el tejado del castillo de Kugane, con una sonrisa de satisfacción en el rostro. “Que intenten encontrarme aquí…” Sin pensar, sacó lo que le quedaba del surume del bolsillo donde lo había guardado, se lo llevó a la boca y… se quedó mirando. En una pasarela cercana, aparecieron las dos Lalafells, guiadas por un miembro del Sekiseigumi que llevaba un farol. “¿Qué hechicería es ésta? ¿Cómo son capaces de encontrarme tan fácilmente?”
En ese instante, se le ocurrió a Estinien que bien podrían tener una buena razón para buscarlo. Sin embargo, el pensamiento se desvaneció rápidamente. Quizá fuera el vino, una potente variedad procedente de la isla principal, o quizá fuera simplemente su naturaleza, pero cuanto más lo perseguían, más decidido estaba a eludirlas. Sólo tenía que mantenerse alejado hasta la mañana. Así resuelto, bajó de la azotea y se dejó caer, hasta el suelo.
Después de lo que pareció una eternidad, el cielo nocturno empezó a tomar el color gris del amanecer. Un poco más y el Kuroboro Maru saldría del puerto y llevaría a Estinien lejos, fuera del alcance de los problemas de los Vástagos. Pero incluso cuando se permitió esperar, sonó la misma voz alegre que le había perseguido toda la noche.
“¡No conseguirás nada escapando!” dijo la voz de Tataru.
“No puede ser cierto…” Maldiciendo para sus adentros, se giró para enfrentarse a sus implacables perseguidoras, con la mente acelerada mientras consideraba sus opciones. Fue entonces cuando la mujer de Baldesion cayó sobre una rodilla, sujetando la cabeza.
“¿Estás bien?” Tataru se agachó junto a su compañera, alarmada. La arconte se había esforzado demasiado durante su juego nocturno del gato y el ratón. Sin poder evitar sentirse en cierta medida culpable, estaba a punto de tenderle una mano cuando los hombros de Krile empezaron a temblar de risa, tan mal sofocada como antes.
“Lo he visto todo… Oh, Estinien… Nunca hubiera imaginado que el Dragón Azul… jejeje” Hizo un esfuerzo por mirarlo, pero la visión de su rostro sólo pareció aumentar su diversión, haciéndola estallar en risas de nuevo.
“¿Qué ocurre? ¿Has visto algo de su pasado?” preguntó Tataru, con una voz llena de curiosidad. Aunque ya iba camino de ser un día cálido, Estinien sintió un frío que rivalizaba con el de una noche en Coerthas. Sabía que, al igual que el Guerrero de la Luz y Ysayle, Krile había sido bendecida con el Eco, y podía mirar el pasado a través de los ojos de otra persona. No podía empezar a adivinar qué episodio mortificante de su vida acababa de presenciar. Eran demasiados.
Finalmente se recompuso, Krile se puso de pie y miró a Estinien con una mirada de lástima. “Tranquilízate. No soy tan despiadada como para revelar lo que he visto. Al menos no aquí y ahora. Así que si es posible, esperaba poder hablar contigo un momento”.
Los hombros de Estinien subieron y bajaron mientras suspiraba resignado. La persecución había terminado.
Esa misma mañana, Estinien se encontró a sí mismo en la cubierta de un barco mercante con destino a Radz-at-Han, con la meta puesta en el Imperio. Se le había encomendado la tarea de encontrar y, si era posible destruir, un arma alquímica con el nombre de Rosa Negra. Si no la encontraba a tiempo, los garleanos utilizarían inevitablemente el gas mortal contra sus enemigos, entre los que se encontraban, por supuesto, Aymeric y sus compatriotas de Ishgard. Aparte del método de su reclutamiento, no podía quedarse de brazos cruzados mientras sus camaradas se veían amenazados de este modo, ni podía negar que era una tarea idónea para alguien que sólo sabía blandir su lanza en combate.
Mientras contemplaba el Mar del Rubí, apoyó una mano en el peso que colgaba de su cintura: una bolsa de cuero cargada de monedas. El botín de alguna aventura lucrativa relacionada con las leyendas del Lejano Oriente, según Tataru.
“En fin… parece que será un viaje movidito.”
Buscando en su bolsa de viaje, sacó un trozo de surume recién chamuscado, un regalo de despedida de Orn Khai. Dio un mordisco, asegurándose de masticarlo lentamente. No sabía cuándo iba a poder comerlo de nuevo.
Más o menos al mismo tiempo, Tataru y Krile estaban sentadas en el Hostal Shiokaze, tomando un refresco con su nueva amiga Orn Khai.
“Entonces, cuéntanos, Krile…” Comenzó Tataru, con las mejillas sonrojadas por el vino de arroz, “¿qué suceso escandaloso del pasado de Estinien has visto?”
Como el sol de la mañana asomando por el horizonte, una tímida sonrisa se dibujó lentamente en los labios de Krile. “¿Perdón? ¿Cuando he dicho haber visto tal cosa?”
Sus bulliciosas risas se oían hasta la orilla del mar. Pero por suerte no más allá.