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Relatos de la Calamidad: Bajo la estela de Loisoix

Relatos de la Calamidad: Bajo la estela de Loisoix

El reino quedó alterado para siempre tras la Calamidad y la devastación que provocó. A lo largo de cinco historias cortas, nuestros personajes principales volverán a visitar los acontecimientos que rodearon ese fatídico día, ofreciendo otro punto de vista de lo que la Calamidad arrebató de sus vidas y de muchos y más.

Traducción del relato original publicado en la lodestone.

Bajo la estela de Loisoix

El barco se deslizó fuera del puerto, ganando velocidad lentamente a medida que sus velas atrapaban la brisa costera. De pie sobre el muro del muelle con su padre, Alphinaud y Alisaie fueron testigos de la partida del barco; vieron cómo Louisoix Leveilleur, su amado abuelo, se alejaba con la marea.

“Y se fue”. La voz de Alphinaud era apenas un susurro, con la mirada fija en la forma menguante del barco. Alisaie miró a su hermano con los ojos enrojecidos, pero no dijo nada. Los gemelos habían recibido la noticia del próximo viaje de su abuelo de forma muy diferente. Mientras que uno aceptó su decisión con una serena practicidad, el otro se había quejado y llorado. Sin embargo, al verlos allí en el muelle, con sus pequeños brazos abrazando aquellos pesados grimorios como si sus jóvenes vidas dependieran de ello, uno tendría dificultades para distinguirlos. No eran tan diferentes como querían creer.

Loisoix

“Estos regalos habrían sido vuestros a pesar de todo incluso si no hubierais sido admitidos en el Studium (y me hubierais hecho sentir muy orgulloso al hacerlo). Aquí, uno para cada uno. Cuando se leen juntos, estos dos grimorios forman un solo tomo. Siempre que os apoyéis mutuamente en los estudios, no dudo en que pronto llegaréis a comprender las lecciones inscritas en ellos”. Los volúmenes que Louisoix entregó a sus nietos pocas horas antes de su partida eran realmente curiosos. Elaborados de tal manera que no se podía descifrar el contenido de uno sin el otro, dejaban entrever el humor pícaro que bailaba detrás del rostro a veces solemne del sabio y erudito preeminente de Sharlayan.

“Gracias, abuelo”. Alphinaud aceptó su grimorio con una gracia y una dignidad practicadas. Alisaie, por su parte, recibió su regalo distraídamente, y rápidamente reanudó sus intentos de disuadir a Louisoix de su rumbo.

“¿Tienes que irte, abuelo? ¿No hay nada que pueda decir para que te quedes?”

“Por favor, querida. Ya hemos hablado de esto”.

Había pasado casi un mes desde que los gemelos se enteraron de que el Arconte Louisoix dejaría Sharlayan para ir a las costas de Eorzea. Su propósito, había explicado pacientemente, era ayudar al lejano reino a prevenir la ruinosa llegada de la Séptima Era Umbral.

Sintiendo la firmeza de la decisión de su abuelo, Alphinaud había optado por tragarse su melancolía y no expresar ninguna queja. No así su hermana, ni menos su padre, Fourchenault. Alisaie protestó por el viaje sólo por su amor a Louisoix y por la insoportable idea de su ausencia; las estridentes objeciones de Fourchenault eran de naturaleza más política. El hijo mayor de Louisoix era un miembro influyente del Foro, el órgano encargado de definir la política de Sharlayan, y él, como muchos de sus colegas, era un firme opositor a la intervención militar. Creía que el deber de sus compatriotas era redactar la crónica de los asuntos mundiales, no interferir en ellos.

Cuando los lobos de acero del Imperio Garleano descendieron sobre Ala Mhigo, fueron Fourchenault y sus compañeros quienes intentaron negociar la paz. Sin embargo, tras el fracaso de las negociaciones, no vieron otro recurso que abandonar la colonia que habían construido dentro de las fronteras del reino amenazado por la guerra. Tras cinco años de elaborados y minuciosos preparativos, se puso en marcha el plan de evacuación de toda la población del asentamiento hacia el archipiélago norte de su patria.

En el año 1562 de la Sexta Era Astral, la ciudad de Sharlayan (un renombrado centro de aprendizaje, situado en las tierras bajas de Dravanian) se convirtió en un cascarón deshabitado en el espacio de una sola noche. Los gemelos sabían que ellos mismos habían participado en este éxodo, pero no podían afirmar que recordaran el trascendental evento, ya que tenían menos de un verano de edad en ese momento.

“La guerra es el recurso favorito de los incivilizados e ignorantes, padre”, comenzó Fourchenault, buscando lanzar su propia queja tras la súplica de su hija. “Los sabios abjuran de ella. Como sharlayanos, nuestra tarea es observar, trazar el curso de la historia, no cambiarla. La civilización no avanzará a través de un conflicto insignificante, sino mediante la transmisión de conocimientos registrados de generación en generación”.

“No voy a cambiar de opinión, Fourchenault”, respondió Louisoix con cansancio. Habían tenido esta conversación, casi palabra por palabra, quizás una docena de veces en otros tantos días. “Ignorar la situación de aquellos que uno podría salvar no es sabiduría, es indolencia. Y me temo que una postura tan pasiva no nos llevará muy lejos en el camino del progreso. El hecho de que quieras evitar a estos jóvenes los horrores de la guerra es una decisión con la que estoy totalmente de acuerdo. Por lo tanto, me abstengo de exhortarte a ti, o a cualquier otro, a regresar a Eorzea a mi lado. Todos debemos proteger lo que más apreciamos de la manera que elijamos”. Y así, la discusión terminó como siempre, sin que ninguno de los dos estuviera dispuesto a desviarse del guión de su tan ensayada obra.

Hay que decir que Alphinaud y Alisaie eran niños de una inteligencia excepcional. Tan avanzados estaban en sus estudios de teoría etérica y otras materias esotéricas que ambos habían sido aceptados en el Studium a la tierna edad de once años.

Así, el avispado Alphinaud, aunque era capaz de reconocer la lógica de los argumentos de su padre, también podía ver que la causa de su abuelo era justa. El hecho de que el niño permaneciera en silencio no se debía a un simple estoicismo, sino a un agudo sentido de su propia incapacidad, a la comprensión de que sus habilidades poco pulidas serían más un obstáculo que una ayuda para la empresa de Louisoix.

Aunque no menos brillante, Alisaie evitó la afectada madurez de su hermano y dio rienda suelta a su descontento, maldiciendo interiormente a Alphinaud por la muda aceptación de la decisión de su abuelo. ¿Cómo podía quedarse ahí sin decir nada?

Había aparecido una pequeña pero evidente grieta entre los hermanos.

Fue mucho después de que Louisoix tomara el barco y desapareciera en el horizonte cuando llegó el fatídico día. Alphinaud y Alisaie se agolparon en el observatorio del Studium, junto con sus profesores y una multitud de compañeros. Los sabios reunidos y los aspirantes a eruditos se apiñaron en torno a la base del telescopio gigante, y cada uno se turnó para contemplar el inminente espectáculo de la luna roja, Dalamud.

“¡Dalamud se ha roto!” gritó Alisaie, acercando su rostro al ocular del telescopio para que éste se clavara en su mejilla. La visión proporcionada por el conjunto de lentes de aumento del aparato estaba distorsionada y era indistinta, pero el destino del satélite era inconfundible: podía ver su silueta enmarcada por el carmesí deshaciéndose en los cielos de Carteneau.

¿”Destrozado? ¿Qué… antes de tocar el suelo?”

“¿Cómo es posible?”

Murmullos excitados y teorías formadas apresuradamente brotaron de profesores y alumnos por igual.

“¡Lo ha conseguido! El abuelo ha salvado a Eorzea”. Alisaie se giró para encontrar el rostro de su hermano, con los ojos brillando con lágrimas de alegría y alivio. Desde hacía algún tiempo, el Arconte Urianger había tenido la amabilidad de transmitirles breves informes sobre los esfuerzos de Louisoix en aquellas tierras lejanas asoladas por el caos. Fue él quien les informó de la presencia de su abuelo en los Llanos de Carteneau, y de la batalla que seguía librándose como si nada bajo aquel cielo rojo de sangre.

Apartando a su hermana, que sonreía como una loca, Alphinaud entornó los ojos a través de la lente ocular. Aunque el aire estaba lleno de nubes de humo y cenizas, se vio obligado a estar de acuerdo con la evaluación de Alisaie: Dalamud ya no existía.

Pero algo estaba mal… Alphinaud continuó escudriñando la escena lejana. El resplandor sangriento de la luna roja había sido sustituido por una lluvia incandescente igualmente inquietante, como si los propios cielos estuvieran llorando lágrimas de luz. Terriblemente, terriblemente mal…

La espectacular desaparición de Dalamud dio lugar a un maremoto de energía etérica que hizo que las linkshell quedaran prácticamente inutilizadas durante varios días. Durante este tiempo, los hermanos Leveilleur se quedaron pensando en las maravillas que habían visto desde lejos. Entonces, tras semanas sin noticias, llegó una carta de Urianger.

La elegante escritura del Arconte describía horrores que los gemelos apenas podían imaginar. De la cáscara agrietada de la luna roja había surgido un dragón primigenio inmenso más allá de lo imaginable, una encarnación de la ira y de las llamas furiosas que había arrasado la tierra en todas direcciones. Sin inmutarse, Louisoix había persistido en su plan de invocar el poder de los Doce, y así, al parecer, la abominación había sido desterrada. Eorzea se había salvado.

Sin embargo, cuando los hermanos llegaron a la conclusión del asombroso relato de Urianger, la pálida llama de la esperanza que ambos habían estado alimentando se extinguió finalmente.

En los campos rotos de Carteneau, mi querido mentor (vuestro amado abuelo) se convirtió en luz y emprendió su viaje final.

Los hombros de Alphinaud temblaban con una pena silenciosa, mientras que Alisaie se lamentaba en voz alta, sin importarle quién escuchara su dolor.

Loisoix

Cinco años después, un barco volvió a deslizarse lentamente fuera del puerto. Alphinaud y Alisaie se encontraban en la cubierta, observando la figura cada vez más reducida de su padre, solo en el muelle.

Recién graduados en el Studium, los gemelos tenían ahora dieciséis veranos, edad suficiente para ser considerados mayores de edad en la sociedad sharlayana. Por eso, aunque se oponía al viaje de sus hijos, Fourchenault no había intentado impedirles el paso.

“Y ahora nos toca a nosotros”, murmuró Alphinaud, recordando el día de la partida de su abuelo.

“Seguimos la estela del abuelo”, respondió Alisaie, con la cabeza inclinada.

Alphinaud, al mirarla, se sorprendió de lo mucho que diferían sus convicciones. Sin embargo, mientras se agarraban a la barandilla, con grimorios idénticos colgados del cinturón, uno a penas podría distinguirles.

No, no eran tan diferentes como querían creer.