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Relatos del Crepúsculo : Un trono vacío

Relatos del Crepúsculo : Un trono vacío

La siguiente entrega de Relatos del Crepúsculo ya está disponible para vuestra lectura. Mira a través de los ojos de Artoirel de Fortemps mientras mira al futuro en esta historia de reflexión:
Traducción desde el relato original publicado en la lodestone.

Un trono vacío

En el extremo de la sala de audiencias de la Bóveda Sagrada de Ishgard, sobre un estrado que abarcaba toda su extensión, se encontraba el trono del arzobispo. Desde este asiento sagrado, los hombres más poderosos de la iglesia habían gobernado durante siglos, pero ya no.

El trono estaba vacío, una reliquia de una época anterior al final de la guerra y al nacimiento de una república de dos cámaras, la cámara de los lores y la cámara de los comunes. Donde antes se acaparaba el poder, ahora se compartía. Donde antes los privilegiados conspiraban en secreto, ahora los elegidos del pueblo debatían en serio. El conde Artoirel de Fortemps era uno de esos representantes, y ese día, como muchos otros antes, asistía como miembro de la Cámara de los Lores.

“Si no hay más comentarios, propongo que terminemos la sesión con una votación. Una vez que hayan emitido la suya, son libres de retirarse. Mis disculpas por haberlos retenido hasta tan tarde, señores. Sé muy bien que tienen otros asuntos de importancia que atender”.

Declaró el vizconde Aymeric de Borel con su voz resonando en la majestuosa sala de piedra gris. Lo dice el hombre con más exigencias sobre sus hombros, pensó Artoirel con ironía. Entre las idas y venidas de los asuntos oficiales y la presidencia de las sesiones de la cámara, sabía que su amigo tenía muy poco tiempo para sí mismo.

Al oír sus palabras, los legisladores se pusieron en pie y comenzaron a dirigirse a la urna para ejercer su voto. Desde que la soberanía fue transferida al pueblo, los miembros de ambas cámaras, elegidos como representantes, habían pasado sus días explorando las desconocidas políticas republicanas, y el propio Artoirel no era menos, pero siguió adelante con determinación. Una vez emitido su voto, regresó a su asiento para recoger sus pertenencias cuando el trono vacío llamó su atención.

“Ahora que lo recuerdo, aquel día el trono también estaba vacío….”

Trono


Hace 17 años, con la desaparición del anterior gobernante, se había llevado a cabo la coronación del nuevo Arzobispo Thordan VII. La ceremonia se llevó a cabo de manera solemne, tanto los de alta cuna como los de baja cuna se habían reunido ante la Bóveda, y la masa de ciudadanos se extendía hasta el Hoplon. Sin embargo, sólo unos pocos privilegiados, aparte del clero de alto rango y la guardia personal del arzobispo, podían asistir a los actos oficiales.

En su calidad de vástago de la Casa Fortemps, Artoirel permaneció de pie junto a su padre en la sala de audiencias, esforzándose por parecer tan digno como sus trece veranos le permitían. El cuello de la camisa se sentía rígido como la lona, pero Artoirel soportó la incomodidad. La ocasión requería las mejores galas, y el atuendo que su criado le había ayudado a confeccionar hacía que su vestimenta para la cena pareciera tosca en comparación. Su hermano menor, Emmanellain, también estaba allí y, para su fortuna, se comportaba bien a pesar de ser demasiado pequeño para apreciar la gravedad del evento. Haurchefant, sin embargo, estaba ausente, por no llevar el nombre de Fortemps, había explicado antes su señor padre. Sin embargo, incluso antes de esto, Artoirel siempre había percibido que había algo diferente en su hermano, aunque sólo fuera por su distanciamiento y el desdén con el que su madre lo trataba. Pero no sería hasta su mayoría de edad que entendería la base del problema.

Así pues, la ceremonia prosiguió y tras una serie de ritos solemnes, Thordan VII se presentó finalmente con la vestimenta sagrada del arzobispo frente a los representantes de Fortemps, con uno menos de sus miembros, y las otras tres casas de lores. Sosteniendo la Gracia de la Furia, el báculo sagrado de su cargo, se dirigió con decisión y majestuosidad hacia el trono mientras Artoirel lo miraba con asombro.

“Yo, Thordan, séptimo en mi linaje, juro servir como instrumento de la voluntad de Halone. Encarnando el espíritu del rey Thordan, el venerado fundador de nuestra nación, predicaré la fe protegeré a los fieles, y llevaré una política justa para que juntos podamos derrotar la amenaza de los dragones y traer la bendición de la Furia a todos los hombres”.

Las palabras del arzobispo conmovieron a Artoirel hasta el fondo, reafirmando las lecciones que le habían enseñado desde que tenía uso de razón. Era descendiente de los legendarios doce caballeros. Con el pecho casi henchido de orgullo, hizo su propia promesa.

“Como mis antepasados antes que yo, me convertiré en un caballero valiente y verdadero. Y serviré a Ishgard hasta mi último aliento.”

Al final, la ceremonia llegó a su fin, y las puertas de la sala de audiencias se abrieron de par en par para dejar entrar a una avalancha de gente de menor rango. Algunos deseaban echar un vistazo a su recién ungido líder, mientras que otros buscaban ganarse el favor de las Altas Casas. Junto con Emmanellain, Artoirel siguió a su padre, que se había quedado y charlaba con varios miembros de la nobleza. Les había dicho a ambos que observaran los movimientos de la gente todos los días para poder sobrevivir sin problemas en esta sociedad aristocrática. Un día, ellos también tendrían que navegar por estas mismas aguas.

Observó que los miembros de las casas Durendaire y Dzemael se despidieron pronto para volver a sus hogares. Compartiendo el rojo en sus escudos de armas, las dos familias tendían a mantenerse alejadas del resto, dando la impresión de que siempre estaban tramando algún tipo de intriga. Por el contrario, las casas Fortemps y Haillenarte, que compartían el color negro negro y antiguos lazos, no se recluían, y de hecho eran habituales en los eventos sociales. Incluso ahora, su padre, Lord Edmont, había comenzado a entablar una conversación cordial con Lord Baurendouin, su homólogo en esta última. De los hijos de esa casa, todos estaban presentes excepto Francel, que aún era demasiado joven para asistir a los eventos formales. Cuando los adultos prescindieron por fin de las galanterías y empezaron a discutir asuntos difíciles, los hijos e hijas aprovecharon para retirarse y hablar entre ellos.

Con su mejor sonrisa, Emmanellain se acercó a donde estaban Chlodebaimt y Laniaitte, el tercer y cuarta hija de la Casa Haillenarte. A Artoirel no le sorprendió ver a una pandilla de niños pequeños atendiendo a Chlodebaimt; tenía una gran habilidad con los más pequeños. Mientras tanto, Artoirel se volvió para mirar a Stephanivien y Aurvael, el primero y el segundo de los hijos. Sabía que esos niños nobles se convertirían algún día en aliados y rivales, y que le convenía mantener relaciones amistosas. Pero no demasiado amistosas.

“Mis señores”, dijo, haciéndoles una reverencia bien ensayada.

“Oh, vamos, tenemos la misma edad ¿no? No hace falta ser tan estirados”.

Rió Stephanivien. En un tono casual, Aurvael añadió:

“Honestamente, yo también estoy harto. La ceremonia ya ha terminado y quiero irme ya a casa…”

“Lo mismo digo, hermano. Estoy a punto de terminar mi último invento. ¿Y si le pedimos permiso a padre para irnos?”

Y tan rápido como lo dijeron, los hermanos se despidieron de Artoirel, le pidieron a su padre que les disculpara y se fueron trotando alegremente. Al verlos partir, Artoirel no pudo evitar envidiar a la despreocupada pareja.

Al verse de nuevo sin compañía, volvió a observar a la gente a su alrededor. No tardó en ver a un joven de pelo oscuro, quizá algo mayor que él, que miraba el trono del arzobispo con lo que sólo podía describirse como una mirada fulminante. Desconcertado, se acercó y preguntó.

“¿Por qué estás tan enfadado? ¿Odias a Su Eminencia?”

El joven se sobresaltó ante la pregunta y se volvió para mirar a Artoirel. Sus ojos se abrieron de par en par por la sorpresa, pero pronto se entrecerraron al tiempo que la ira reclamaba sus rasgos.

“El joven de la familia Fortemps…
Está claro que no has oído los rumores sobre mi nacimiento. No es que sea de tu incumbencia”
.

A Artoirel le sorprendió la respuesta del joven. Sin embargo, no era de extrañar que el joven de cabellos negros hubiera adoptado esa actitud. Él era Aymeric de Borel.

Había sido adoptado por la familia del vizconde, pero se rumoreaba que era hijo ilegítimo de Thordan VII y su amante, quien se suponía que como sacerdote debía permanecer soltero. A pesar de que el vizconde de Borel y su esposa no le habían hablado al joven acerca de sus padres biológicos por amor, aquellos a los que les gustaban los rumores, los entrometidos y la gente con malicia a menudo hablaban de esos rumores en un tono en el que el joven pudiera oírlo deliberadamente. Era totalmente entendible que el joven Aymeric hubiera llegado al punto de odiar las circunstancias de su propio nacimiento. Así que, había buscado una audiencia con el arzobispo para averiguar la verdad, pero como hijo de una casa menor, que se le concediera audiencia, y mucho menos con el recién coronado Arzobispo, era bastante imposible. Aún así, descargar su ira con alguien más joven era algo que no debía permitirse. Esta vez fue el joven Aymeric el primero en dirigirse a Artoirel, con la expresión en el rostro suavizada por el remordimiento.

“Mis disculpas, eso estuvo mal. Esto… ¿cómo fue la ceremonia, si se puede saber? No tuve el placer de presenciarla”.

Con la emoción del evento aún fresca en su mente, Artoirel olvidó su incomodidad y se mantuvo con una admiración desenfrenada.

“Oh, fue realmente inspirador. No olvidaré pronto el juramento de Su Eminencia. Juró que serviría como instrumento de la voluntad de Halone y que bendeciría a todos los hombres”.

A diferencia de Artoirel que recordaba el discurso del Arzobispo con emoción en sus ojos, Aymeric habló con franqueza sin cambiar de expresión.

“Bendecir a todos los hombres… ¿Crees que puede hacer tal cosa?”

Artoirel estaba a punto de responder cuando otro le robó las palabras de la boca.

“¡Claro que sí! El arzobispo es un gran hombre”.

Los dos se volvieron para encontrar a un muchacho de pelo dorado, vestido de modo humilde, que los miraba con entusiasmo: el hijo de un caballero, tal vez. Pareciendo darse cuenta de lo que había hecho, el recién llegado hizo una reverencia hacia los dos jóvenes lores, antes de reanudar su entusiasta relato.

“Su Eminencia honró nuestra escuela con una visita el año pasado. Rezó por nosotros, para que nos convirtiéramos en caballeros fuertes y justos. Es mi sueño servirle algún día”.

La pasión del muchacho tocó la fibra de Artoirel, que asintió en señal de aprobación. Aymeric, sin embargo, se limitó a mirar. Separó los labios como si fuera a hablar, pero lo pensó mejor y no dijo nada.

Apenas un momento después, un caballero salió de la multitud y ladró colocando una mano firme en el hombro del joven de cabellos dorados.

“¡Ah, ahí está el muchacho de Valhourdin! Ven, tu padre te ha estado buscando”.

El muchacho les hizo otra reverencia y partió con el caballero.

“Yo también debo seguir mi camino. Con su permiso, Lord Artoirel”.

Cuando se recompuso lo suficiente como para preguntarse cuándo había dado su nombre, su compañero ya había desaparecido. Al igual que él, Aymeric también debía haber sido enseñado a ser observador para poder sobrevivir en aquella sociedad aristocrática. Y quedaría bastante claro que no le faltaban dones, ya que una decena de años más tarde se convertiría en el Comandante de los Caballeros del Templo.


“Lord Artoirel, todos han regresado ya ¿os encontráis bien?”

Una voz familiar lo sacó de su ensueño. Se giró para ver a Aymeric de pie a unos pasos. Al echar un vistazo a la sala, se dio cuenta de que estaba vacía, salvo por él y su amigo. Habiendo luchado juntos en el campo de batalla varias veces, los dos estaban unidos en confianza y ahora tenían una gran amistad.

“Perdóname, mirando el trono vacío, de repente recordé la investidura del Arzobispo Thordan VII. Fue entonces cuando hablamos por primera vez…”

“Oh”, dijo Aymeric mientras volvía su mirada hacia el trono, con las cejas fruncidas como aquel día. Después de un rato, continuó. “Un amargo pasado ¿no?”.

Artoirel suspiró. Antes, no le habría dicho nada.

“Me desgarra recordar ese día. Recordar al niño que era, que aceptaba todo lo que le enseñaban sin cuestionarlo. Las mentiras. El orgullo que sentía por mi linaje ¡mi propia existencia! Dioses, qué tonto fui”.

“El encubrimiento de la historia es el mayor pecado cometido por la Iglesia.
Es cierto que la reforma política no es sencilla, y que nuestras cicatrices no desaparecerán pronto. Aunque intentemos seguir adelante, los sentimientos de cada individuo traicionado por la iglesia y su dolor persiste. Serán un recuerdo constante de las traiciones de nuestros padres y de nuestros traumas”
.

Aymeric le había contado la historia durante la campaña en Ghimlyt. Cómo su amigo había instado al arzobispo a renunciar a las mentiras sobre las que se construyó Ishgard y fue rechazado como un niño ingenuo por querer derribar instituciones que habían perdurado durante más de mil años. Y, en efecto, por más que todo estuviera construido sobre una base podrida de engaños, Aymeric había reconocido la verdad en las palabras de su padre, y éstas seguían siendo una espina en su pecho.

No podemos olvidar fácilmente lo que nos ha definido durante tanto tiempo. Así luchamos por reconstruir nuestras vidas.

Justo cuando Artoirel se disponía a hablar, Aymeric retomó el hilo como si hubiera estado al tanto de sus pensamientos.

Pero es por eso que no podemos olvidarnos de ese dolor…
De ahora en adelante deberemos caminar hacia el futuro con el dolor y los recuerdos del pasado siempre presentes.

Mientras el sol poniente brillaba a través de la ventana, Artoirel asintió. En silencio, contemplaron el trono vacío y la sombra cada vez más profunda que proyectaba.