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Relatos de la Calamidad: Su Majestad la Sultana y los 7 Lalafell

Relatos de la Calamidad: Su Majestad la Sultana y los 7 Lalafell

El reino quedó alterado para siempre tras la Calamidad y la devastación que provocó. A lo largo de cinco historias cortas, nuestros personajes principales volverán a visitar los acontecimientos que rodearon ese fatídico día, ofreciendo otro punto de vista de lo que la Calamidad arrebató de sus vidas y de muchos y más.

Traducción del relato original publicado en la lodestone.

Su Majestad la Sultana y los 7 Lalafell

Nanamo observó desde su terraza privada cómo las Llamas Inmortales salían de Ul’dah. La hueste abandonó la ciudad por la Puerta de Thal, la salida que simboliza el paso al más allá, con la esperanza de engañar a la muerte en el campo de batalla. La multitud se había reunido para la ocasión, y sus bulliciosos vítores resonaban por todo el sultanato, pero Nanamo no los oía. Permaneció inmóvil ante la balaustrada mientras Raubahn ponía las espuelas a su corcel, y allí permaneció mucho tiempo después de que el polvo se hubiera asentado en la retaguardia. Se había preparado para ese momento, pero cuando finalmente llegó, descubrió que su valor la había abandonado. De repente, la realidad de su aislamiento era demasiado evidente, y el mero hecho de pensar en ello la hacía luchar por respirar.

A medida que pasaban los días, el peso de la responsabilidad y la incertidumbre empezaban a hacerse notar. Las noches de Nanamo eran insomnes. Ni siquiera sus platos favoritos pasaban por su garganta, y sus redondas mejillas de Lalafel adquirieron un aspecto hueco. Sin duda, a pesar de las mejores atenciones de sus damas de compañía, su salud empezó a fallar. Se convirtió en un fantasma de sí misma, y sus deberes quedaron desatendidos.

Cada vez que se presentaba una dificultad, pensaba inevitablemente: “Si tan sólo Raubahn estuviera aquí”, maldiciendo su propia debilidad, incluso mientras el pensamiento tomaba forma. Sabía muy bien que, como General de las Llamas Inmortales, el lugar de Raubahn estaba en los Llanos de Carteneau. Era su deber liderar a sus hombres en la batalla contra la VII Legión Imperial. Pronto cumpliré dieciséis veranos. No puedo depender de otros para siempre. Tarde o temprano, debo valerme por mí misma. Sólo espero tener la fuerza para ello…

Nanamo

Otra comida llegó y se fue sin tocar. Al salir del comedor, Nanamo miró con arrepentimiento a la sombra silenciosa que era Pipin Tarupin, hijo adoptivo de Raubahn y oficial de las Llamas Inmortales. El joven y serio soldado permanecía a su lado a instancias de su padre, encargado de su cuidado en ausencia del General. Pipin nunca lo admitiría, por muy obediente que fuera, pero Nanamo sabía que preferiría estar luchando junto a sus camaradas en Carteneau. No podía evitar sentirse responsable por negarle su deseo, ¿y para qué? Aunque Pipin era el hijo de su padre, estaba claro para ambos que era el padre lo que ella necesitaba.

Y así, los días se alargaron, cada uno de ellos desvaneciéndose en el siguiente, hasta que por fin llegó la hora de la verdad.

-¡Noticias de Mor Dhona, Su Excelencia! ¡La batalla ha comenzado!

Nanamo estaba en las Cámaras Fragantes, celebrando una audiencia privada con Thancred, del Círculo del Conocimiento, cuando Pipin irrumpió con las noticias. Un débil “ya veo” fue todo lo que pudo responder. Mientras Pipin se esforzaba por ocultar su decepción ante esta tibia expresión, Thancred se apresuró a dar a conocer sus sentimientos.

-Vaya vaya, eso es un problema, Alteza, no me van a servir de mucho esos ánimos. Aún tenéis un papel que cumplir.

Desde que aceptó servir como consejero del sultanato, el autoproclamado bardo se había acomodado en la corte, volviéndose cada vez más irreverente en el proceso.

-¡¿Y qué pretendes que haga una marioneta sin poder como yo?!

Gritó Nanamo mientras descargaba su ira sobre él. Pero a Thancred no pareció importarle demasiado los gritos de la joven Lalafel y continuó:

-Bueno, ¡si tenéis tanta energía entonces no habrá problema!
Su Alteza, necesito que os dirijáis al osario de Arrzaneth y que recéis ante la piedra del dios Thal para que los doce desciendan y así poder salvar a Eorzea.

¿Rezar? pensó ella. Incluso mientras hablaban, Dalamud se acercaba. Según el Arconte Louisoix, sólo con el poder de los Doce podrían devolver la luna menor a los cielos y anticiparse a la llegada de la Séptima Era Umbral. Y sólo mediante las oraciones de los fieles se podía convocar ese poder. Los soldados de la Alianza Eorzeana, Raubahn entre ellos, luchaban ahora en Carteneau para permitir que el ritual de invocación se desarrollara sin obstáculos.

Thancred continuó, y su voz adquirió un tono más suave.

-Aunque seáis una “marioneta sin poder”, el deseo de proteger a vuestro pueblo… de proteger a esa persona que es tan importante para vos… esos fuertes deseos serán precisamente vuestra fuerza para llamar a los dioses. Así que, su Majestad, ¿estáis preparada?

Pasó un momento en silencio. Si rezar era todo lo que podía hacer, entonces lo haría con todo su corazón. Compuesta una vez más, asintió, se levantó de su asiento y salió corriendo hacia el osario de Arrzaneth, con Pipin detrás de ella.

-Vaya vaya, qué reina tan problemática.

Al llegar al templo, Pipin ayudó a Nanamo a arrodillarse y montó guardia mientras ella rezaba. En el otro extremo de la ciudad, en el sacrario de Milvaneth, Thancred estaba haciendo lo mismo, ella lo sabía. Oh, dioses de mis antepasados, libradnos de la destrucción. Oh, dioses de mis antepasados, devolvedme a Raubahn sano y salvo.

Nanamo

A las pocas horas de su vigilia, estalló el caos. El osario se agitó violentamente, como si fuera golpeado por el puño de un gigante, lo que hizo que Pipin se acercara mientras la mampostería caía a su alrededor. Los gritos de terror llenaron sus oídos, pero Nanamo no se dejó llevar por el pánico. Desafiando el tumulto que la rodeaba, rezó con todo su ser.

Su determinación pronto se vio recompensada. El zócalo de piedra que llevaba la marca del Comerciante del Crepúsculo comenzó a brillar. Instantes después, un pilar de luz brotó de su superficie, envolviendo la imagen de Thal que estaba sobre él e iluminando todos los rincones de la sala. En ese instante, Nanamo sintió la presencia del ser divino. Incluso mientras disfrutaba de la sensación, una voz familiar resonó en su mente.

-Que Eorzea renazca de nuevo…

Louisoix, pensó, y no supo más.

Nanamo se despertó y se encontró tumbada en el suelo de piedra lisa del osario. Las pisadas sonaban a su alrededor. Por el rabillo del ojo, vio que Pipin intentaba levantarse a duras penas, aparentemente luchando por deshacerse del mismo letargo que se apoderaba de ella. Durante un tiempo permaneció quieta, contentándose con mirar el zócalo de piedra. Su luz divina se había desvanecido, observó vagamente.

Un grito agudo la sacó de su ensueño.

-¡Disturbios en la Avenida Sapphire! ¡Lo están saqueando todo y se dirigen hacia aquí!

La consternación se apoderó del rostro de Pipin, como si de repente hubiera recordado su papel principal.

-¡Alteza, no podemos quedarnos aquí! ¡Volvamos al palacio de inmediato!

La respuesta surgió en sus labios de forma espontánea, con una rapidez que la sorprendió incluso a ella misma.

-¡No me esconderé mientras mi pueblo sufre!

Poniéndose en pie, observó su entorno. Figuras ataviadas con túnicas iban de un lado a otro, llevando preciosos tomos y artefactos, presumiblemente a un lugar seguro. En el centro del bullicio, una figura pequeña pero dominante daba órdenes. Nanamo lo reconoció como Mumuepo, Sumo Sacerdote de la Orden de Nald’thal y Maestro del Gremio de Taumaturgos.

-¡No podemos permitir que los alborotadores profanen el osario! ¡Incinerad a cualquier tonto que se acerque!

Estas palabras hicieron hervir la sangre de Nanamo.

-¡¿Incinerar a la gente?! ¡¿Y te llamas a ti mismo un hombre de la iglesia?!

Controlando su furia, se dirigió a todos los presentes.

-¡Es el deber de un rey proteger a su pueblo! Nuestros ciudadanos están siendo presos del miedo. Sólo necesitan una voz que les devuelva la cordura. ¿Quién de vosotros me ayudará?

Pipin se adelantó, como Nanamo sabía que haría.

-Aunque no soy más que un pobre sustituto de mi padre, sólo vivo para servirle, mi Sultana. Haga uso de mi como considere oportuno.

Sin embargo, sólo siguieron el ejemplo del joven caballero Papashan, de la guardia personal de la Sultana, seguido de cinco taumaturgos del gremio, todos Lalafell y hermanos además. Ningún otro respondió a la llamada de la joven reina. Sólo siete, se lamentó al hacer un balance de sus voluntarios. Pero serán suficientes. Deben serlo.

Con los dientes apretados, Nanamo salió a las calles afectadas de Ul’dah. Por voluntad propia, su apresurada escolta formó un anillo protector a su alrededor, y juntos atravesaron el humo y los escombros. Mirara donde mirara, sus ojos se encontraban con verdaderas carnicerías. Una niña lloraba sobre el cuerpo calcinado de su madre. Un hombre yacía gimiendo, con las piernas aplastadas bajo una tonelada de piedras. La situación de estos hombres y mujeres le estrujó el corazón, pero no podía detenerse ante ellos. Primero tenía que aplacar el malestar, si no, no habría calma en las calles. Volveré a por todos vosotros. Lo prometo.

Cuando la banda de Nanamo llegó a la Avenida Esmeralda, la turba de alborotadores se hizo presente. Tiendas y casas habían sido saqueadas a su paso, y sus ocupantes huían para salvar sus vidas. Impertérrita, Nanamo siguió adelante hasta llegar al alcance de la chusma que avanzaba, donde se detuvo, respiró hondo y se puso a trabajar.

-¡Papashan! Debo tener su atención.

Asintiendo, el anciano paladín produjo un destello cegador (Flash) que hizo tambalearse a algunos de los alborotadores. Muchos, sin embargo, continuaron su alboroto, ajenos a ello.

-¡Taumaturgos! ¡Iluminad el cielo!

Al unísono, los cinco hermanos Lalafel soltaron una andanada de hechizos sobre sus cabezas. El más impresionante fue la conflagración desatada por el hermano del rostro vendado. Los alborotadores que no se habían dado cuenta antes, lo hicieron ahora. Satisfecha, Nanamo se volvió hacia Pipin.

-¡Pipin! ¡Eleva a tu Sultana!

El joven Lalafell subió a Nanamo sobre sus hombros, y ella con una voz retumbante que desmentía su tamaño, se dirigió a la chusma.

-¡Pueblo de Ul’da escuchadme! ¡Escuchadme gente de las arenas!
El reino se encuentra al borde de la Séptima Era Umbral. Pero mientras vivamos, no debemos olvidar nuestra compasión. Ahora no es el momento de quitarle a tu prójimo, sino de ofrecerle una mano de socorro. El ejército de las Llamas Inmortales que vosotros mismos despedistéis…

Raubahn y los valientes hombres y mujeres que forman nuestras filas están ahora mismo arriesgando sus vidas para que nosotros podamos seguir con las nuestras. ¿Y queréis que vuelvan a una Ul’dah destrozada? Os pido que seáis fuertes. No os dejéis llevar por el miedo y la desesperación. Si unimos nuestras manos por una causa común, no hay dificultad que no podamos superar. Confiad en vuestra Sultana, ¡juntos curaremos las heridas de Ul’dah y veremos una nueva Eorzea renacida!.

Al escuchar estas sentidas palabras de su sultana, la locura comenzó a desvanecerse de los ojos de los alborotadores para ser reemplazada por el brillo de la razón. Poco después, una apariencia de orden volvió a la ciudad, y los esfuerzos de ayuda organizados comenzaron en serio.

Algunos días después, los restos de las Llamas Inmortales regresaron a Ul’dah, entrando en la ciudad por la Puerta de Nald, que lleva el nombre del Dios que gobierna la vida. Por muy heridos y cansados que estuvieran los soldados, aún tenían hogares a los que regresar. En medio de la reconstrucción, Nanamo emitió un decreto por el que se despojaba a Mumuepo de todos los títulos oficiales y los privilegios que ello le aportaba. Aunque tal acto estaba más allá de su autoridad, fue posible gracias a una hábil maniobra por parte de Pipin. Se encontraron pruebas de una corrupción desenfrenada, con el sumo sacerdote en medio, y su orden no tuvo más remedio que acatar la voluntad de la sultana. En lugar del encarcelado Mumuepo, los cinco hermanos Lalafel fueron nombrados maestros conjuntos del Gremio de Taumaturgos.

En los meses y años que siguieron, Nanamo volvería a recordar a menudo los acontecimientos de aquel fatídico día. Ciertamente, en aquella época, solían ridiculizarla refiriéndose a ella como una marioneta mágica (Mammet) que decoraba el trono, pero estaba orgullosa de haber podido cumplir con sus deberes como reina de Ul’dah. Y por ello estaba segura de que también podría cumplir su último deber como Sultana.

Nanamo y los 7 lalafell